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Hoy se olivó Gandolfi. Busco el mail personal para mandarle algo y me encuentro una broma de cuando, a raíz de no poder publicar un texto por un autor inhallable para que dé permiso, le propongo una adaptación:




Hace mucho tiempo, en las lejanas tierras de Boedo, vivían un anciano y su afectuoso hijo. Ambos provenían de China, un país mucho más lejano que Boedo en el cual viven miles de millones de ancianos y afectuosos hijos. Ambos tenían a su cargo un supermercado llamado “Amor-Feliz”, de rejas azules, que abastecía de alimentos, vinos y golosinas a los vecinos de las lejanas tierras de Boedo. Los vecinos les habían tomado cariño, después de acudir al comercio por más de diez años, y a ambos los llamaban Chen. El caso es que a ambos los llamaban Chen porque ese era su apellido, y porque no sabían distinguir a uno del otro. Ellos eran Chinos. 
   En el lejano país de China viven miles de millones de ancianos y afectuosos hijos que son muy  parecidos entre ellos.

   Como era costumbre en la organización anónima de los supermercados chinos, participante que no pudiese cumplir sus tareas, participante que era expulsado del negocio. Como era una costumbre del país Argentino, donde se encuentra Boedo, el joven Liu Chen le dijo al padre que lo llevaría a un geriátrico. En Argentina, en el lejano barrio de Boedo, se acostumbra a llevar al geriátrico a los ancianos que ya no pueden realizar tareas domésticas y requieren mayor atención y cariño que el que es posible proveerles en la rutina diaria. En la lejanísima y antigua China, los llevaban a una caverna a morir. En China eran piadosos. Cuando Liu le hubo comunicado a su padre de esto, él lo entendió. Pai Chen había llevado a su padre a una caverna, cuando todavía vivían en la antigua China, así que comprendió. Como todos los padres chinos se parecen a sus hijos chinos, éste se portó de forma semejante a su padre cuando él se portó de forma semejante a su hijo: Lo carajeó de pies a cabeza, pataleó, hizo berrinche, lo amenazó y perjuró. Sin embargo llegó el día en que las reducidas pertenencias de Pai Chen fueron puesta en una vieja valija por Liu Chen y cargadas hasta “Descanso de agosto”, el geriátrico donde Liu lo inscribió.
   Salvando las distancias, era bastante similar a una caverna: modesto y húmedo. Pai sufría una afección pulmonar de la que Liu se habría olvidado en el momento de firmar la eximición de responsabilidades del geriátrico respecto de la salud y eventual deceso de su padre. Sí, seguro se habrá olvidado.

   Liu le dijo antes de irse que no se preocupara, que lo visitaría seguido, y que haría muchos amigos en su nueva morada; la incapacidad de pronunciar cualquier palabra del castellano en forma intelegible no tendría por qué ser un inconveniente.
   En Argentina, donde queda la lejana tierra de Boedo, se habla castellano.

   Pai le contestó, en cantonés, que se fuera a la reputísima madre que lo había dado a luz. Luego le dijo que si él no era capaz de devolver un vuelto superior a 45 centavos en golosinas varias, mucho menos lo sería de dirigir solo el supermercado, y que ahí lo quería ver.
   Esto lo dijo Pai en Cantonés. En China, donde ellos aprendieron a hablar por primera vez, se habla cantonés.

   De a poco Liu fue comprendiendo lo cierto de aquellos dichos. Como todos saben, el secreto de la riqueza de un supermercado chino se encuentra en trocar los vueltos excedentes de sus operaciones comerciales en pequeños envueltos de azúcares. Ese plusvalor, a nivel mundial, representa el 30% de los fondos que permite que el lejano país de China sea, todavía hoy, comunista o algo así.
   Un representante de la entidad anónima reguladora llegó a fin de més a buscar la recaudación propia, pero esta excedía las posibilidades de Liu, quien le contestó que ese dinero lo guardaba el padre que no se encontraba presente por unos días y, a costas de tres balazos a la góndola de los champúes, consiguió una prórroga. Fue entonces cuando Liu volvió al geriátrico y consultó a Pai, quien abandonó su puesto en la ventana que da a la calle Colombres y dejó de coser la billetera para el taller de manualidades de las 3:30 y arrimó su silla de ruedas hasta Liu. Después de escupirle un zapato y sonreir victoriosamente, le explicó que el secreto estaba en la fecha de pago a los proveedores. Devolviendo mercaderías vencidas guardadas en el viejo almacén como mercaderías del período corriente a las bodegas y embotelladoras, conseguiría un extra que le permitiría el pago y el ajuste en los primeros días del mes.
   Así procedió Liu y, tras otros tres tiros de advertencia sobre la góndola de snacks, pudo cumplir sus obligaciones. Sin embargo, cuando creía que todo estaba dicho y que ya no tendría por qué dar la satisfacción del escupitajo zapatero a su padres, fue que llegó la inspección bimestral de bromatología. Sabiendo que no habiá heladera sana en el local, fue nuevamente al geriátrico a hablar con su padre. Lo encontró esta vez junto con otros diez ancianos, todos munidos de escobas, haciendo la limpieza semanal de la sala de estar del geriátrico. Cada cual aportaba su granito de arena a la limpieza y unas horas más tarde podrían gozar del descanso mirando a la gente pasar por la vereda de la calle Colombres, hasta cansar los ojos de tanta vida ambulante.
   China es un país con gran cantidad de población. Pai se figuraba a la calle Colombres como una gran pradera.

   El viejo le extendió la escoba y lo saludó con una sonrisa tierna. Luego, le escupió el otro zapato y lo invitó a sentarse en una vieja banqueta. A pesar de la tos, Pai le pudo explicar que en el galpón del supermercado contaba siempre con dos heladeras rotas, más pequeñas y a las que hacía conservar en un exigente estado de higiene. La noche anterior a las inspecciones, las cargaba con tres bolsas de hielo y algunos alimentos que las cubrían. El cable enchufado, el contenedor frío, parecían estar andando. Sólo tenía que poner la mercadería en mejor estado almacenada en el galpón durante unas horas, dentro, y la inspección pasaría sin mayores problemas. La maniobra en sí costaba apenas un centenar de pesos y evitaba multas y malentendidos.
   En Boedo la moneda se llamaba peso, y en China, Yen. Ambas monedas se cambian por el Dólar. Los yenes de China compraban muchos más dólares que los pesos de Argentina.

    Liu entendió entonces que, si bien su padre ya no podía llevar las tareas diarias del comercio, era imprescindible para que este funcionara correctamente. Con lágrimas en los ojos y las manos extendidas hacia su padre, en un acto amoroso de comprensión, le dijo “Entonces para eso sirven los viejos, sirven para tener experiencia y saber más que los jóvenes… no son una carga inútil los viejos tal vez…”.
   Pai le escupió el primer botón de la camisa y le salpicó el mentón .
   Los chinos siempre tienen abrochado el primer botón de la camisa. Es una tradición muy antigua de los chinos, los ingenieros y los pedófilos.

   Así fue como Liu le explicó al encargado anónimo de la anónima entidad que regulaba los supermercados chinos a fuerza de balazos entre las góndolas, que su anciano padre, aunque eso, anciano, representaba una de las mayores riquezas a las que él como hijo y comerciante podía aspirar. Pai fue restituído entonces a la casa donde siempre había vivido, al armario donde siempre había guardado su ropa, y a su banco alto en el supermercado que lo había visto dejar de comer ratas en contáiners de Hong Kong y Liu fue afectuosamente enviado por éste de vuelta a China, para que finalmente pudiera convertirse en un gran hombre, tomar un fusil, e ir a custodiar la frontera norte con Rusia, “a ver si para la próxima le crecían pelotas”.
   China limita con Rusia. Se dice que desde Rusia partieron los primeros comunistas que llevaron el comunismo a China. Rusia es un país muy grande y menos lejano que China, que fue comunista hasta que tiró abajo una pared de 3 metros y le plantó un McDonalds, en una tierra que le pertenecía en Alemania. Alemania es fría, aburrida y algo nazi. Como Boedo y el geriátrico “Descanso de agosto”.      

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Hay una obra en el teatro que estaría bueno ver con vos.
Tambien hay una película.
Y unos mates, en una plaza.
Ayer hice un dibujo que quisiera mostrarte.
y estuve en lo de vero, que hizo una exposición tan linda.
Hay uno de los dos arcos de tus pies que besaría esta noche.
Tengo una cosquilla que espera que la hagas.

16:46 Comment0 Comments

Ahora vivo en dos ambientes chicos, internos, que creo que son como mi cabeza. A fuerza de años y experiencias, el departamento se acostumbró a que el sol no le pega, y uno tiene que dejar de hacer lo que esté haciendo y asomarse un poco al patio para ver qué está pasando afuera; cómo está el clima, si hay sol, si el cielo está despejado. Si un día pega el sol, estoy convencido de que el departamento va a creer que está equivocado y va a seguir a oscuras. La experiencia también es eso, y el hecho de que nunca se sabe bien qué hora es no escarmienta.


A ese patio, que es interno, se asoman muchos otros departamentos, que yo imagino que también son como las personas que los habitan. Si alguien quiere sociabilizar entonces tiene que asomarse del interior de su cabeza, parar lo que está haciendo y ver si en ese pulmón interno, que es donde todos sociabilizamos, hay alguien más como para comunicarse y tratar de adivinar cómo estará afuera.


En mi patio interno a veces encuentro marcas de humedad, de alguien que ha sociabilizado humedades cuando yo no estaba. También puedo encontrar colillas de cigarrillos, bolsas, algunas porquerías ajenas más; y también propias, porque en un rincón de mi espacio social yo puse un montón de mugre mía, bien arrinconada, como para que pueda sociabilizar sin mayores inconvenientes. Uno cree que más o menos puede intuir a la gente por la porquería que nos han tirado en nuestro espacio de sociabilización (en adelante unificado bajo el nombre de patio); sin embargo no es dificil darse cuenta de que uno no tiene ni idea. De todos modos recibí un muy buen consejo hace poco: En el patio, la mugre que quieras; pero siempre tené la rejilla destapada o se te inunda adentro.


Como punto y aparte, y si la ironía vale; a veces salgo de noche, a la hora del búho, a ver las ventanas que se suman una encima de otra hasta un cierto piso trece; pero en pocas hay luces. Vale decir que de todos esos departamentos amoblados, parece que en muy pocos vive gente.


En las paredes de mi departamento cuelgo cosas. Yo creo que son como ideas. Hay gente que para sus ideas mira, investiga, consulta al portero sobre el material de las paredes, planifica los agujeros, pone un tarugo a medida y un tornillo madeinargentina que venía con el tarugo. Después pone su guitarrín boliviano en el mismo lugar donde yo clavé un clavo, salté unos milímetros de pintura y puse mi charango. Por ahora, novedoso, cada vez que entro a la pieza noto el charango, y la pieza está regida por el charango y las potencialidades de las próximas cosas colgadas van a estar determinadas por las diferentes concepciones estéticas que ese charango aplica al resto de la pieza. Pasado mañana seguramente me haya olvidado del charango, o lo haya descolgado porque era estético pero muy poco práctico; o sencillamente porque olvidé que iba ahí y ahora lo dejo siempre tirado en algún lugar. Quince minutos antes habían sido unas pipas las que regían toda la habitación. Mañana qué sé yo.


Pasé toda la mañana metido bien adentro del departamento, limpiando, ordenando las cosas, cambiando cosas de lugar. Haciendo más o menos esas cosas que hacen que uno se sienta como en el mismo lugar, plagado de peste a uno. Al rato entonces me puse una polera, un pullover, un polar y un pantalón livianito; parecía que hacía menos frío que días anteriores. Salí a la calle. La realidad esa que intento mirar desde el patio interno, donde puedo sociabilizar con otra gente dentro del mismo edificio, se me rió en la cara. Un sol que se partía y que ni siquiera se tomaba el trabajo de explicarme que vuelva, que me saque las medias, que vaya a poner las patas en la arena. El sol primaveral está ahí y ya, sin tanto lenguaje. Si entendés bien, si no andá a acovacharte a tus dos ambientes chicos con patio.


Vos estás en tu departamento mirando el calendario y esperando que se ponga en 21 de septiembre para que llegue la primavera, y la primavera te llega cualquier ocho de agosto día del niño, número redondo y lindo ochodelocho. Calzás las chanclas y te vas a la playa, donde la mayoría de la gente hibernera departamentointernoconpatio pasea con camperas bien pesadas y borceguíes para la nieve mientras un par de locos estamos en patas, en remera y con una camperita liviana ahí a mano, para cuando una nube maula te deja en ochodelocho invierno, clima marítimo subtropical (corriente del atlántico sur).


Estás contento. Sos un boludo que está contento. Saliste a buscar unas tachuelas o una cinta de papel para unas fotos que querés pegar contra la mesa (que quedó contra una parec demasiado blanca), unas pinturas copadas que encontraste y alguna cosa más, y ahora estás en patas, en la arena, a un montón de kilómetros de todo lo más o menos esperable un ochodelocho y contento. Tenés una sonrisa pegada en la cara. Te sonreís porque el sol te empieza a calentar la piel. Te sonreís de los perros que buscan cualquier excusa para tirarse en el mar, te sonreís de la mina que ahí, bien emponchada, cazó una mantita y se echó como una foca a unos metros tuyo (compañera del hartazgo del frío y la semana pasada, en plena protesta calórica, pensás). Te sonreís de los pibes que se enarenan, te reís del labrador que se centrifugó al lado tuyo, te sonreís de los dueños del labrador que se ponen rojos de vergüenza cuando te piden disculpa, y vos te sonreís. Te sonreís de que te sentis un nabo porque crees que el murmullo de las olas te hace cosquillas en el cuello y te sonreís de que tenés horizonte. Mirás lejos y hay horizonte ahora, y el cielo va cambiando de color y se intensifica a medida que levantás la cabeza; porque tenés cielo casi desde el pecho hasta el desnuque. Y encima va cambiando de color. Ahora te acordás de la refracción de la luz, la curvatura de los rayos en la atmósfera, ortogonalidades del cénit y un montón de cosas más, muy inteligentes. En la playa te reías como un boludo y sacabas unas fotos. “Uy, mirá que azul”. En el departamento leés Megafón (todavía Megafón) y lo disfrutás; tratás de desentrañar las alegorías y un par de juegos más que te aprendiste. En la playa, con el sol que ya no calentaba tanto pero encandilaba como loco, te asombrabas de las letras apretadas y hundidas por una máquina de linotipo rotativa (de las de tipos móviles, de plomo fundido –y pulmones fundidos -, mucho más vieja que el libro y que te da otra nostalgia inexistente más) y la entramada textura del papel. Lo encontrás maravilloso.





Más acá del mar hay arena, y un poco más acá, en la playa de Las Toscas, una loma cubierta de pasto, y algún árbol, y alguna palmera que te parece que frutece en buchás. Por las dudas eventualmente consultarás antes de masticar. Esa loma (ahora que me acuerdo y a nadie le importa, es la zona donde la cadena serrana de tandilia se hunde en el mar y, según se comenta, asoma de nuevo en la costa de África) El punto es que sobre el pasto hay un montón de gente echada, como lagartos al sol, disfrutando exactamente de lo mismo que estabas disfrutando vos, que es exactamente el mismo nivel al que lo disfrutan los perros que buscaban cualquier excusa para meterse hasta las orejas en el mar. Como viví a una cuadra de calle de tierra, y con el potrero de Don Polo (que hoy, a la distancia, se ve muy claramente que era un desarmadero de aquellos) y recuerdo el olor a mugre barrosa chivada y contenta de remontar un barrilete (color celeste, que había hecho el viejo) y tirar unos penales en el costado de la, hoy, autopista del oeste; este pastito muy chic donde perros y marplatenses (todavía no pertenezco a ninguno de los dos, creo) comparten más o menos la misma alegría se me hace muy parecida a aquella, que sigue teniendo mates y ahora, en vez de bólidos, olas de mar.


Mientras volvés tan sin tachuelas pensás en que tenés ganas de compartir al lagarto, el perro y el marplatense que acaba de asomar con alguna gente querida que te aguanta los arranques y a la que ya habías pensado mandarles un audio de 6:38 minutos de cómo suenan las olas en una tarde primaveral del ochodelocho en Mar del Plata. Te hacés unos mates y les escribís nomás, a falta de mejor recurso, y les dejás uno de esos abrazos antioficinas, de tiempos largos.

21:23 Comment0 Comments

En la ducha
(templo del pensamiento)
comprendí mi error recurrente:
Confundir las palabras con ideas.
Ella, una Maria Moliner,
era un depósito de sinónimos.

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Deshecho, transmigrando
hebras de mí en el aire
que van a buscarte
a los lugares donde no estás,
creo que está mal,
que no seré yo.
Y te dejo tranquila,
distante,
llevándome solo todo esto
que me quema como vos.

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Ayer encontré un texto viejo que había escrito en un cuaderno después de ver la película Los amantes del círculo polar. Hay un momento en que una silla queda sola frente a un lago, y eso me llevó a pensar en la soledad de los objetos, en cómo uno puede reconstruir la situación del objeto y sentir la soledad de una ausencia. Las cosas son signos que nos remiten a sensaciones, y son las sensaciones lo que más anhelamos. En la posmodernidad no hay discursos ni sensaciones. Hay productos. Dice Margariños de Morentín: la publicidad [es] crear un mundo con un lugar privilegiado para un producto (...), el receptor debe interpretar el mensaje publicitario como productor de la misma significación que el creativo quiso conferirle al mundo. Hoy todo es publicidad; todo es producto. Son las cosas las que deben preguntarse por nuestra ausencia.

Hace una semana murió Carmen, mi vecina, la del laurel. Casi no la veía. Venía a tomar café con la vieja, todas las tardes; rituales de viejo. Yo tengo veintisiete años, ella tenía ochentaypico, y aunque tendríamos parvas de cosas para charlar, yo, a diferencia de ella, vivo en el mundo de los productos. De cualquier tipo de productos. En el mundo de la universidad y de los libros; de la relajación por medio de una cierta cerveza en un cierto bar de Haedo; de una cierta fecha, de cierta fiesta, de cierto evento; de ciertos diarios, de ciertas charlas, de ciertas ideas políticas y sociales, de ciertos contextos. Yo: producto mujeres, producto amigas, producto novias, producto viaje, producto palabras; que se venden más o menos de la misma manera: mejorar momentáneamente una situación de desesperación, consecuencia de la alienación permanente de vivir entre publicidades y productos, ambiciones impuestas desde afuera, discursos a los que uno se acopla en pos de lograr ciertas pertenencias, ciertos ámbitos de acción. Bourdieu. Productos placebo de la insuficiencia de otros productos. Todo se compra y se vende: con dinero, con palabras, con cuerpo, con transpiración; porque todos, también, somos producto. El márketing es una rama sociológica más.

Yo tengo un reloj que mide el tiempo en horas y segundos. Lo encontré en la calle Borges, en Morón, pisado por un auto. Lo mandé a arreglar y le puse una malla horrible, y es mi reloj. A veces me noto que, sin darme cuenta, me lo saqué, y lo busco por la casa. Parece que cuando estoy dedicado en ser algo y el otro inconsciente toma ciertas actitudes, como terminarse el café que había en la taza vacía que me llevo a la boca, o quitarse el pulso de muñeca. Le molesta el reloj pero no los pantalones, la remera, los anteojos. Sí el calzado. El calzado y el reloj. El reloj me avisa si es hora o ya es tarde para hacer algo. Si el reloj da las once de la noche el día que el calendario marca que es martes, incluso cuando al otro día no tenga nada mejor que hacer, decido entonces que es tarde para ir a tomar algo, para ir a caminar un poco, para sentarme en el patio con el telescopio. Es tarde. Las once de la noche y las tres de la madrugada al cielo, a la calle y a la cierta cerveza le dan lo mismo. Pero a mí no. Mi tiempo es un producto más que adquirí y que lo divido según parámetros que aprendí y esas tres agujas son más reales que cualquier cachetazo en la frente. Yo: producto de los 90, producto de una generación pos-dictadura, producto de ser siempre niño frente a lo que fue la juventud pasada, producto de tercermundo, producto de celulares, producto de autos de papá, nenas de papá, discursos viejos. Y sin embargo me queda un poco de orgullo, de creer que de cuando en cuando puedo moverme entre las brechas de todo lo que soy-otro. Lo importante no es lo que hicieron de nosotros, sino lo que nosotros hacemos con lo que hicieron de nosotros. Mientras más para atrás menos desorientados parecen y más solos nos quedamos los del calentamiento global, la inseguridad, el neoperonismo, las relaciones abiertas y toda esta densa masa de nada publicitada. Y tengo veintisiete años. No soy Burroughs, y mi discurso ya es viejo.

Carmen tenía ochentaypico y se vino a vivir con Tomás (gallego de historia aparte) cuando la guerra civil española. No sé si se podría pensarlos por separado. Menchu y Don Tomás. Un discurso, hoy, que queda en pocas bocas. El gallego me llevaba a caminar por el barrio cuando yo tenía dos o tres años. Me mojaba cuando regaba las plantas, medianera de por medio. Le ofrecía una soga a mi vieja cuando discutía con el viejo, para colgarlo del alcanfor que él mismo había plantado en el terreno de mi casa, hará unos 50 años, y que todavía está acá, gigantesco; un monstruo de tronco terroso que no para de renacer. Carmen lo siguió. Ella era de una familia española rica y él era de una pobre. Un podri del 20. Estaban enamorados (en el 20 la gente se enamoraba, y eso no era un producto vendido; no eran anillos ni dos ambientes, no era vamos a comer afuera o cronicidades telefónicas; el amor era otra cosa, era algo previo a la propaganda y posterior a Madame Bovary). Tomás, para ir a verla, todos los días cruzaba un puente de piedra, custodiado por el ejército franquista que lo requisaba, los nacionales. Él era republicano. Estuvo preso. Carmen iba a visitarlo a la cárcel y, como todas las mujeres de los presos, lo veía desde afuera, por una ventana enrejada, por donde le pasaba comida. Carmen era una mujer muy hermosa que había decidido nunca volver a España. A España no la dejo dos veces decía. También decía que la mujer bien casada siempre parece soltera. Éstas cosas contaba La Gallega, entre otras más actuales. Porque La Gallega (cosa loable) si bien estaba marcada por el pasado, seguía viviendo el presente. Y lo hacía todos los días, al lado de mi casa. Yo tengo veintisiete años y todos los días me pesa, un poco más o un poco menos, un pasado que no es mío; cuestión de religión, fe y algunos documentos.

No valen culpas. No existen las culpas. Uno existe en múltiples planos, pero en una sola línea, que es el tiempo. Lo no hecho es lo no hecho, y sólo quedan palabras para reformarlo. Éstas no son las mías para hacerlo, esto que quiero decir tiene otro punto. Tiene como punto una medianera baja que me deja ver el terreno de la casa de Carmen. Está igual que siempre. La mesa que hace años no usa con los cuatro sillones de jardín oxidados. El cicus, el laurel, el tendedero. Los canarios hace años que no están. Los canarios eran de Tomás, que toda las noches los guardaba en el galpón de las herramientas. Cuando entraba ahí, de chico (hace muchos años que no voy a la casa de al lado), reconocía el olor a grasa y metal característico de los galpones llenos de herramientas, mezclado con el olor cerealero del alpiste e, imagino, cagadas de canario. Recién ahora que lo escribo me pregunto qué habrá sido de aquellos canarios... Está también la vieja cucha de Firulete, que fue el primero en irse, hace ya unos veinte años. Perro ladino... Firulete. ¿Qué nombre le pondría yo a mi perro español? Firulete, salvo por las reminiscencias tangueras, es bien gaita. Manolete, por caso. ¿Le podría poner Aldaba, o Alhambra, o Gaita?

Todo está igual que siempre, pero La Gallega no está. Al tendedero siempre le va a faltar una media colgada, aunque casi siempre estuviera vacío. No es lo que existe sino la imposibilidad, es la forma de la razón que sí nos hace ser el hombre que Focault dijo que murió. Es la noche uniforme discutiendo a las agujas de mi reloj, la tranquilidad y el terror de que todo es pasajero. Aunque pocas veces al día la viera pasar del otro lado de la medianera, ahora ya no la voy a ver pasar. Y no hay pena, porque ya los dos son algo muy mío; un dedo, una uña, unos lunares; una frase, un acento, un mojar a alguien con una manguera. Pero la silla frente al lago entonces. La cosa está ahí y dice una ausencia. Hay algo en la casa de Carmen, cerrada y quieta como siempre, que dice que ella ya no está. El pasto va a crecer y tal vez nadie lo corte, entonces las cosas, que parecería que ya no suelen cambiar para mejor como antaño -como cuando nosotros éramos los otros-, van a cambiar, y van a gritar lo que ahora recién están susurrando. Y todos mal que mal ya vamos a estar persiguiendo otros productos.

Atrás de nosotros se están apilando en el olvido infinitas vueltas de reloj mucho más importantes que las que recordamos; que las que nos hacemos recordar.

El tiempo no se mide en horas.




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Querido Mauro:


Te escribo esto mientras puedo. Hace unos días que lo vengo postergando y caí en que si no lo hago ahora no lo hago más, porque ahora todavía puedo, y me gustaría pensar que las ganas van a venir después. Las ganas de escribir esto, digo. Es raro que las ganas funcionen para atrás, pero no voy a empezar ahora, después de todo lo sucedido (que no parece tanto pero imagino que eso también es parte de la cosa misma), a empezar a cuestionar “rarezas”.


Me es difícil escribir esto, pero lo hago igual. Literalmente me cuesta... ya vas a entender. En fin, la cuestión: no sé muy bien cuándo comenzó todo y tampoco sé bien por qué. Un día dejé de ver las películas que me gustaban y quedaron ahí apiladas. Pero eso no es causa, es efecto. No sé. Algo se rompió el silencio y no sé bien qué. No saber qué se rompió hace que no me importe, y eso es terrible. Algo que está mal, pero que no existe, no puede estar mal en realidad, no puede ser terrible. Pero lo está. Pero lo es. Lo veo en la cara de algunos cercanos que miran como reclamándome, pobres.


Dejé de tomar café, por ahí es eso. Por ahí acepté que nunca voy a leer todos los libros de la biblioteca, que compré, creo yo, por poder decir “tengo ganas de conocer esto” más que por conocerlo en sí. Una biblioteca es un proyecto de persona también. No sé, tal vez fue salir un día a la calle de casa y ver que no quedan vecinos conocidos... En realidad nunca conocí a los vecinos, pero por alguna razón hoy estoy convencido de que sí, de que no sólo los conocí sino que fui a sus casas para las fiestas, que nos contábamos intimidades, que discutíamos y nos abrazábamos, que nos agarrábamos pedos cosacos y que en la infancia me enamoraba de la vecinita de enfrente, que se llamaba Alelí.


Nunca tuve una vecina Alelí.


Creo que fue por boludo nomás.


El punto es que, sin preguntarme por las causas de todo, parece que me las pregunté nomás, porque un día me dio la impresión de que todo da lo mismo. Yo sé que es mentira, porque a veces salgo y me río y miro a los pibes y un loco anda vestido de payaso por ahí y me siento bien, pero a la larga dura poco y vuelvo a casa a verme la cara en el espejo, aunque casi nunca me vea en el espejo, y cada vez me toma un poquito más entender que ese soy yo, que existo en el mundo y que lo altero, más no sea ocupando un espacio que bien podrían ocupar unos litros de aire.


En realidad todo esto no me importa. Lo escribo y con eso lo justifico, le doy una forma a pesar de todo. A pesar de que no sean ciertas. Me quedo con lo primero: algo se rompió, y está mal, y me importa un pito. Espero un colectivo sin boleto, y no voy a empujar para subir.


Creo que fue por boludo nomás.


Empecé a salir menos y a hacer menos, aunque no sé bien cómo funciona esto porque los días pasan igual y nada cambia, nada me apura, nada me quema. Bue, casi nada. ¿Te conté lo de la guitarra del viejo?


El otro día veía un documental (quizá fue el año pasado, o quizá sólo me lo comentaron alguna vez, no sé). Veía un documental que decía que dada la velocidad evolutiva del mundo y el pensamiento, el hombre podía experimentar saltos evolutivos en menos tiempo, más cercanos entre generaciones. Casi por generación espontánea.


A mí me tomó una semana.


Hace tiempo que dejé de tocar la guitarra. Era la guitarra del viejo, la de tapa de pino pulido y clavijas de nácar. Ya no componía; tomaba viejas canciones inconclusas e intentaba encontrar ese acorde, esa nota perfecta, destinada, exacta, que permita a la canción seguir, para poder así ser algo completo, singular. Pero no encontraba nada que me cerrara... Antes era tan sencillo; como salir y tocarle el timbre a Alelí. Pero Alelí no existió, y seguramente no haya sido nunca tan sencillo. Por ahí el problema son las ficciones. No importa. Nada, el tema es que creo que de tanto no tocar la guitarra fue que me salieron las dos verrugas sobre el revés de la mano. Todos los días durante el largo de una semana fui observando cómo iban creciendo. Me preocupé y pensé en sacar un turno en lo de Dermatti, pero no lo hice, lo dejé para después. No me preocupaba tanto, y ahí ves. Fueron creciendo hasta tomar largo y ancho aproximado de un dedo meñique, una opuesta a la otra. Con algún esfuerzo (¡más bien con bastante esfuerzo!) empecé a dominarlas, porque un poquito las podía mover a gusto. Parecían dos deditos atrofiados, como las películas de siameses. No podía más que juntarlas, ejercer alguna presión, y separarlas. Me pareció simpático en un principio. Bah, no. No me importó en realidad. Un jueves, a las siete y cuarto de la mañana, mientras me duchaba para ir al trabajo, se me cayeron los dedos de esa mano. Los vi irse por la rejilla. Parecían unas ramitas secas.


Cristian me criticaba que soy muy mental. Puede ser cierto, vivo más acá arriba que en el resto del cuerpo últimamente, pero bue.


Estos dos apéndices verruguiles me permiten agarrar un tenedor, escribir alguna consulta breve por mail y mandar mensajes con el celular, pero no tocar la guitarra. Hacía rato que no tocaba la guitarra y yo creo que fue por eso, como te digo. El tema es que vendí la guitarra y con eso me compré un celular que detecta el movimiento y tiene un programa especial, un bowling. Vos agarrás el celular, lo movés, como si tiraras una bola de bowling, el sensor ese detecta el movimiento y te dice cómo va la bola, así que puedo jugar al bowling en ese aparato, sin moverme de casa, y encima mando mensajes ¿qué tal? maravilloso lo de estos japoneses.

Igual no juego al bowling.


Como imaginarás, poco tardó en pasarle lo mismo a la mano derecha (la otra era la izquierda, por cierto). Pero bue, mando mails, pongo las monedas en la máquina del colectivo, agarro un cuchillo y te escribo esta carta. No es fácil, pero te acostumbrás. Uno se acostumbra a todo decía Edipo. Creo. No importa.

Te confieso que me dio pena no haber guardado los diez dedos, pero pasa. Siempre guardo muchas porquerías. Eso sí, tres días después, cuando me empezó a picar la encía me previne: busqué un alhajero que alguna vez perteneció a mi abuela paterna (la vieja coqueta) y lo puse al lado de la cama. Los dientes también se fueron todos de un tirón. Me desperté con la boca llena y los escupí en el alhajero. Limpito, sin sangre ni nada, porque parece que atrás ya venía pujando lo reemplazante. Estuve una semana a galletitas de agua y té. En la oficina me decían que me quedaba muy bien, porque bajé unos kilos. La gente es muy amable ¿sabés? Parece que nadie se diera cuenta de que te estás, literalmente, cayendo a pedazos, y te hacen comentarios sobre planillas, el culo de Jésica Cirio y lo caro que está todo, y eso te ayuda a seguir como si nada pasara.


No importa, el tema es que en lugar de los dientes me salieron unos corpúsculos epidérmicos gruesos y duros, como los callos que tenían los primeros dedos que se fueron, los que pulsaban las cuerdas de la guitarra, hace tiempo, cuando tocaba la guitarra. Tuve que acotar la dieta. Sólo como carne picada de cuando en cuando, sin sal ni pimienta (si supieras lo que arde esta dentadura de carne con los condimentos... ¡el chimi...!). Como principalmente verduras, bien hervidas, todo lo que se pueda hacer puré, y nada de lechuga o rúcula , la hoja es muy larga y estos tapones no cortan ( ya me ví envuelto en atoramientos y arcadas). Huevo a veces. Quizá pueda un morrón alguna vez... La verdad es que no está bueno, no se disfruta la comida; pero últimamente comía por gula, para matar el tiempo, la ansiedad, qué sé yo, y creo que esto en ese sentido fue un avance. Ya no me preocupo por las caries y estoy bajando unos kilos.


Me preocupa ponerme anémico. Tendría que sacar un turno con el médico. Me voy a dejar una nota... y ahí todo el punto de que te escriba: Hace unos días sentí un picor en el cuello y noté que me está saliendo una verruga que crece y crece. Imagino que es una nueva cabeza, así que no sé por cuánto más voy a tener ésta, que te quiere y te recuerda, antes de que caiga marchita, y es por eso que te escribo mientras puedo. Ya puse una caja al lado de la cama para que el nuevo la guarde. Si podés pasar por casa y llevártela te lo agradecería. Si no, no importa, no te hagas problema. Yo le dejo una nota al nuevo avisándole que por ahí... y de paso que se haga un conteo de glóbulos rojos.



Como siempre te dejo un abrazo muy grande.



Nifa.




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Recuerdo cuando no te conocía
y las palabras de estas noches
tenían otros nombres.
Otra sombra sobre estas palabras
contaba otras historias
de otros futuros ciertos,
completos y cargados,
y que ya no.



Tal vez un poema de amor
nada tenga que ver con el amor.
Tal vez el amor
sea tantas otras cosas.

23:24 Comment0 Comments

Si te ponés a pensarlo lo que se mueve es la mente, no la bandera. Maestro, preguntó el monje, aquí discutimos acerca de la bandera; él dice que no es la bandera la que se mueve, sino el viento; yo digo que lo que se mueve es la bandera, no el viento. El maestro contestó que ni uno ni lo otro, que lo que se movía era su mente. Si hay cambio, está en uno, no en las cosas. Las cosas son más o menos siempre las mismas. Hilando fino sí, nada tiene que ver una cosa con la otra, y los que las hacemos semejantes a otras somos nosotros; pero uno puede reconocer siete u ocho situaciones, que son todas las que vivirá un hombre bajo este sol, y estará en uno darles desenlaces óptimos, sean ellos los que sean. Quizá para uno sea un desenlace que le provoque tranquilidad, una estabilidad, un jarrón en el centro de la mesa, un cuerito que no gotée, un filamento de carbón que no se queme. Para otro lo óptimo quizá sea que cada una de esas situaciones iguales genere consecuencias nuevas. Llegar y que en vez del jarrón haya un mingitorio, o una casa colmada de velas, feliz. Del cuerito no hablamos, a nadie gusta que un cuerito gotée. Nadie toma esa bifurcación del sendero. Seguramente lo sano no sea ni lo uno ni lo otro, sino un poco de cada cosa. La ansiedad mató pescador (o lo puso flaco). Recuerdo que cuando era chico era demasiado ansioso, y tenía que tenerlo, el lo, eso, fuera lo que fuera. Mamá me avisó que el tío estaba durmiendo en la habitación. Me molestaba este mastodonte que todos los domingos venía y se echaba a retozar en esa pieza. Me acerqué entonces y con gran precisión, con suma lentitud, comencé a abrir la vieja puerta de madera. Los goznes comenzaron a lamentarse del óxido y a gritar por ese lento abrir, esta demorada tortura. Carajo, pensé con miedo. ¿Qué mierda querés? ¿qué pasa, tanto ruido?, me dijo una voz grave y ronca. Le contesté. Ahora andate, tarado, me dijo, y basta de ruidos. Se dio vuelta bufando y no atiné más que a irme. Cerré rápido la puerta y esta vez no rechinó. “La próxima vez: rápido”, aprendí.

Ahora tenía a Daniela frente a mí. La calle estaba casi vacía a esta hora y las voces parecen escucharse más graves y claras, más puras y personales. El colectivo seguramente tarde en llegar y la quiero. Sospecho que lo sabe. “Te quiero” pienso. Y mirá qué lindo, porque ahora seguramente te doy un beso en esta parada tan fría y vamos a estar mejor; y vamos, los dos, lo sé, y tu martes también va a ser distinto y particular, va a ser un martes nuevo que va a iniciar una semana nueva, va a trastocar el miércoles que viene por un miércoles diferente, y el jueves, y el viernes; como patear el martes y molestar un poco al orden de las cosas, abrir otras puertas, ponerse otros ojos, activar otras antenas. Un miércoles de nuevos titulares; el día ya no va a ser la clase de química sino esta nueva cosa del nuevo martes. No sé. Es lindo y bueno, y eso ya, hoy, es el mejor argumento que puedo ofrecerte. Pero mirá estos tres metros que nos separan, vos, tan ahí, sentada, y yo, parado, tan acá. Las palabras como viaje de acá hasta allá es inevitable. Sí. “Daniela te quiero”, y es tan corto, tan tres palabras, tan simple, que no vale la pena postergarlo, y entonces:

- Daniela...

Sorpresivamente me veo atacado por un terrible ataque, como de tos, violento, sonoro, provocando que mi garganta se convierta en cosas como “¡Cofs!”, “¡Tjahs!”, “¡Ghsta!”. Y digo “como” de tos, porque en realidad sonó más bien como:

- “... este bondi no viene, y el frío, y la hora, y vos tan linda sentada ahí... que me puse a pensar... ja, ¿qué lío estas cosas, no?... no es fácil, digo... siempre alguno arriba que te jode, y otro más arriba que nos jode a todos, y cada vez somos menos los que..., y encima tanto facho hablando en la radio, y siempre con que Estados Unidos, y las guerras... no sé, esto de estar de noche tranquilos esperando un bondi... no en cualquier lugar, eh... pensá si no Chechenia...”

Y vos entonces te sonreíste y me dijiste “salud”, compadecida... o más precisamente:

- Sí, no te preocupes, no creo que pasen esas cosas... Igual nunca estuve en Chechenia. Mirá, ahí viene un taxi.”


.

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Unos días antes hablaba con Marcos y me decía que me deshaga de la biblioteca. Es ridículo, le contestaba, son muchas cosas, no sabría qué hacer con ellas. Además es la biblioteca, es como tirar algún cuadro, alguna foto, una carta. No seas boluda, me decía, tirá a la mierda esos libros. Te los podés volver a comprar más adelante. Y de paso deshacete de cuadros, fotos y cartas si te van a traer problemas. Igual no de todos, dejá algo, siempre es conveniente ser un poco desprolijo. Ser cuidadoso a veces también es ser desprolijo. Retórico de mierda, le contesté.

Corté el teléfono después de seguir discutiendo un rato sobre subrayes realmente significativos y otras cosas sin demasiada importancia. Quedamos en juntarnos a tomar algo la semana que viene, pero siempre quedamos en tomar algo la semana que viene... A veces puede ser tan tonto Marcos, y le queda tan lindo ser así de tonto. Pero esa tontera nada tiene que ver con deshacerme de estos libros. Una vez habiendo cortado me quedé un rato más en la cama, recostada. El sol entraba por la ventana y me calentaba los pies. Siempre asocié el calor del sol con sabores dulces, no sé muy bien por qué. Creo que algo tendrá que ver que aquellos primeros soles de tarde que recuerdo (como si recordar fuese un acto consciente) venían acompañados de un té con leche y unas vainillas... tendría que comprar vainillas... Pero el té con leche y vanillas ya no tiene el gusto de antes; ahora tiene gusto a lo que no alcanza a ser, mezclado con el apuro de las cosas que tengo que hacer, el reloj apurado, la radio, los horarios... “tirá a la mierda los libros... y los cuadros y los recuerdos y las cartas”. ¿A qué mundo me querés llevar a vivir, Marquitos, si no puedo tener libros y dibujos y amigos efusivos? Ni siquiera recuerdo muy bien qué decían esos libros. Alguno habré subrayado, y ya no sabré en qué parte, ni por qué. Con algunos estuve de acuerdo, con otros no. Ya no sé cuál es cual, hay muchos... El otro día agarré uno de lomo resquebrajado (ya no hacen libros como antes, este libro tenía por lomo una telita como de gasa, vieja, seca... hoy los libros ni siquiera envejecen dignamente; ni siquiera se amarillentan). No entiendo cual es el problema. No gano una discusión, me quedo sin palabras. Me aburro terriblemente si no leo; pero a veces me aburro terriblemente también leyendo.

Basta. Es hora de dejar de remolonear. El sol en las rodillas ya me da calor. Me levanté y fui a la biblioteca. Me quedé parada frente a la biblioteca un rato. No sé por qué, no soy una defensora rabiosa de los libros, la vida no está en los libros, o al menos no sólo ahí. A veces los libros son incluso insanos. Ja, si lo dijera en alguna conversación con Alejandra me arrancaría los pelos de a uno. Pero sí, hay que ponerle una correíta a los libros y sacarlos a pasear, a ver cómo se llevan con la calle; hay que ver cuántos se quedan ahí, clavados, haciendo fuerza con las patas de atrás porque no quieren caminar, los que se achican ante el primer mastín y esperan a escuchar que se cierra la puerta para ladrar desde la comodidad de la alfombra. El libro de gordito pequeño burgués, como le dicen los barbones de la facultad.


Pero es verdad que si el libro no sale a la calle de nada sirve. Ahí se mueren y se retuercen apellidos célebres en la biblioteca. Se enojan, porque cuando los nombran en las clases los tratan de señores, pero en casa los tratamos de “che”. Por ahí le doy el gusto a Marcos y me deshago de esos.

Marcos, Marquitos. Sé que me querés. Tenés muchos cosas en la cabeza ahora, y sé que tenés miedo, y que tenés miedo también porque me querés. Ale me contó que quemaste la colección de Lenin, con lo que te había costado comprarla con ese sueldo miseria que ganás ¿Habrás llegado a leer alguno? No creo. Y no creo tampoco que te conforme el poder volver a comprártelos más adelante, a vos los libros te interesan tanto más que a mí y a mí ya me molesta esa idea. Habrás ido a medianoche, cuando los vecinos estaban durmiendo, con los libros en una bolsa, y los habrás tirado de a uno en el incinerador. Habrás mirado para otro lado, como cuando te sacan sangre. Si no lo ves, no pasa, y la mano que tira el libro es de otro, y no estás quemando un libro, lo estás prestando nomás, en unos años lo vas a tener de nuevo y lo vas a leer. Pero cuando lo leas, dentro de unos años, ya no va a servir de nada. Habrás llorado Marcos... O por ahí no, por ahí fuiste silbando hasta el incinerador, a las tres de la tarde, saludando a la portera con un guiño.

Yo soy tonta: ton-ta. No importa si leo o qué leo, porque al final no lo recuerdo, y por ahí ni siquiera lo entiendo... A menos que eso que leo e imagino y olvido se pegue como la hepatitis, como una enfermedad que te dura lo que te dura, pero jode de por vida, y por más que no esté en crisis eso siga ahí, rascando, eligiendo qué voy a digerir y qué me va a dar una pataleta...

¡Basta, mierda!

Esa misma noche me despertaron unas luces en la pared. Había un auto de policía en la esquina haciendo qué se yo qué. Las luces no llegaban con mucha fuerza y los policías eran cordialmente silenciosos, pero yo tanto darle a la cabeza esa mañana que no sé qué decía Freud del subconsciente, y más importante, la Tía Amalia que siempre decía que durmiendo en el colectivo contaba las cuadras, porque siempre se despertaba en su parada... el tema es que me desperté con un julepe que te lo debo, y ahí nomás me puse frente a la biblioteca a elegir. “Dejá algo también, siempre hay que ser un poco desprolijo”. Se fueron tantas cosas que quería esa noche. Algunos ni siquiera los había leído tampoco, pero bueno, así tenía que ser. Mi mano tampoco era mi mano cuando elegía y los iba sacando, cuando iba revocando la biblioteca. Mi mano estaba gorda, con anillos, con viajes a Italia, a España; estaba llena de moral y buenas costumbres, mano hipócrita, tanto se reía de la moral y a las buenas costumbres. Sin grandes desmanes, siempre cotidianos, chiquititos, urbanos. Había hecho algún gesto obseno esa misma tarde; y hace diez días nomás había sido cómplice de hacerte el amor, Marcos. Te había acariciado el pecho, el cuello, y vaya a saber qué otras cosas más que ahora no recordaba, gorda, anillada y viajante. Pero era una mano con culpa, porque a pesar de todo es mi mano, la que te había acariciado, la que metió un dedo en tu boca y lo humedecía en tu lengua, y otro dedo en tu cerveza y le revolvía la espuma, juguetonamente. Y sí, la que a veces me acariciaba a mí también papá, mamá, monja, vecina de la “oh” automática.

Todo lo que fuese ensayo, algo con un resto político, todo lo que tuviese el logo del círculo editor (o parecido, no esperaba jueces demasiado críticos) fue a parar al fuego. Los otros, los amigos, los personales, esos los enterré en el patio, esa misma noche. Ahí quedaron cubiertos de tierra Julio, Mario, Simone, Carlos (Fuentes, Onetti... no vaya a ser que pelearan por cartel), Leopoldo, Gudi... Isidoro Blainstein también, no sé si era conflictivo, pero escribe “lindo”, y por algo me pareció que si escribía lindo no podía ser bueno tenerlo ahí a la vista. No por lo que él decía, sino porque yo le decía “lindo” y sentía que esta persecución ética en el fondo también era estética, y que yo, que definía un libro como “lindo”, metiese en el medio una palabra de cuatro sílabas, derivada del griego, para definir algo más o menos cotidiano, como puliendo lo que quiero decir con un repasador (porque se tienen que fregar los platos con seda, pero no los monumentos con repasadores, qué falta de respeto); y que encima la palabrita fuese esdrújula -palabras Luteranas en el culto de la lengua-, me pareció que me podía jugar en contra.

Los enterré hondo, y les tiré a cada uno el primer puñado de tierra con afectación real.
Al volver a la casa pensé en los discos... pero eran pocos y no creí que tuviesen demasiado problema con Rita Lee, aunque mi mano gorda y anillada no quería detenerse ya y seguía eligiendo de reojo entre los discos, entre los cuadros, entre las cartas...

Yo sé que me querés Marcos, pero no sé si te puedo explicar lo que era pasar por esa biblioteca y ver los blancos que quedaban. Parecía una cabeza con mechones de pelo arrancados, como siempre mostraban en las películas de orfanatos. Cañonazos, fueron cañonazos que se le dieron, y yo apunté a donde... Además de los reclamos que me hacían esos blancos, me parecieron espacios sospechosos, y pocas horas duró la biblioteca así hasta que apilé los restos en los rincones. No me importaba (aunque lo quisiera al viejo) que Borges se tocara con el diccionario de un lado y un librito de Geografía de segundo del otro. Ese mismo lunes, cuando salí de la facultad, compré un par de libros baratos y vistosos, y rellené los espacios como si fuesen floreros.

Yo sé que me querías Marcos. Tan prolijo que eras y te olvidaste el sobre de una carta mía. El domingo vinieron a mi casa, por la tarde. Todo fue muy cordial, pero había algo en esos tres que entraron (quedaron dos en el auto) que me ponía los pelos de punta. Hablamos un poco sobre temas cotidianos (que no incluye el precio de la papa, eso es economía) y al final lo soltaron: me preguntaron por vos, les dije que hacía unas cuantas semanas que no te veía, que me habías llamado la semana anterior, discutimos y te corté. Sobre qué discutimos, me preguntaron, y yo les contesté con una voz de mucama feminista que querías que redecore, y que sobre eso habíamos discutido. Sobre sacar la biblioteca –que, sin demostrar demasiado interés, los tres que entraron a casa no dejaron de revisar como al pasar- y un par de cuadros. “Yo no quiero vivir en una casa minimalista” les dije, y me asusté por pronunciar una palabra tan larga. “Me gustan las chucherías” agregué enseguida. Les ofrecí café, pero lo rechazaron; y menos mal, porque las manos escondían un temblor, y si me iban a llevar que sea por vos, y Julio, y Gudi, y Simone, y la estética y el minimalismo, pero no por el tintineo de unas tacitas de porquería. Me preguntaron si me habías dicho algo más. “Quedamos en ir a tomar algo, pero siempre quedamos en ir a tomar algo”. ¿Eso es todo?, preguntaron. Sí, dije. Saludaron cortésmente y se fueron.

Te llamé ni bien se fueron (vos tan prolijo y yo tan descuidada) pero no antendías. Ya no atendiste más. Ya no supe más nada. Tu vecina me dijo que habían entrado un par de noches atrás y se los habían llevado.
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Ya no vivo más en aquella casa. A veces paso y veo lo cambiada que está, la nueva historia que vive. Ya no tiene más el zaguán del frente, y en el fondo hay tres árboles grandes. Todavía hoy no sé de jardinería y no sabría decirte qué árboles son, pero a veces pienso que son míos, y que echan sombras a su manera, de Isidoro, de Gudi, de Simone, de Julio...

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2/08/06
Estaba sentado en esa mesa de bar con una luz baja, aspirando el humo de cigarrillos ajenos y pensando en prender uno, pero ya no fumaba. La silla frente a él estaba todavía desacomodada.
-Después la corro -murmuró.
Todavía sobraba un poco de cerveza en su vaso, y algo más en la botella que sudaba. Las gotas se sumaban en marcha lenta, unas a otras, e iban dejando una marca en la mesa que iba a acusar su presencia. Ella había hecho lo propio con su imagen en la silla del frente, poco a poco.
"Claro... esto es así", pensó, "claro... No es ni pertenencia ni posesión, tenía razón al final. Es admiración. Cada cual uno, disfrutando del otro, sí...", pensaba, mientras lamentaba saber que más tarde lo olvidaría. Y eso pensaba, sí, ni pertenencia ni posesión. Admiración activa, sí. Porque esa relación entre el hombre y la mujer no es solo amor, "fuck all you need is love" dijo. Si no alcanza con quererse. "¡Si ni siquiera importa quererse!", blasfemó con fe. Mirarse y quererse, ver cómo se quieren, disfrutar lenta y estorbadamente de cómo quererse, e ir quedándose, poco a poco, estático como una mala estatua de plaza, con la cara idiota intentando acercarse a un árbol. No. En sorprenderse estaba la cosa, en ella de aquél lado de la mesa y yo de este, sin pasar ninguno de los dos al lado del otro. ¿Para qué? si ella se ve tan linda de aquél lado de la mesa y yo de este.
No, no me preguntes de mi día ni si estudié, no.
No me creas, no. Tampoco me preguntes, no, imaginate.
No me jodas, por favor, eso es todo.
Y no me jodés. Qué bueno, pensó.
Y cada cual de su lado de la mesa. "Vos en tu silla y yo en la mía" pensaba. La silla frente a él estaba vacía, aunque desacomodada.

Imaginó su cuerpo otra vez, mientras acariciaba las gotas de la botella. En ese abismo tan encantador y consensuado que habían acomodado entre ellos (aunque a veces lo saltaban sin más, para pedirse no más que una taza de azucar). Pensó en humos (siempre que estaba solo pensaba en humos... decididamente no era un fumador social) y en luces de veladores bajas. En música, y en libros que nunca leyó. En cosas para escribir. En la acabada cerveza. En otras viejas y terminadas cervezas. En el humo que flotaba, azulado, en el aire.

-Disculpe, ¿Me daría un cigarrillo? -le dijo a otro de su edad que estaba con una mujer en la mesa de al lado.
-Sí, tomá, todo bien.
-Gracias flaco.

Encendió el cigarrillo de otro en su boca. Miró la hora. Era tarde.
Miró a la barra (a escasos metros de la silla) y levantó un dedo:

-¿Me traes otra?

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Un pie ridículamente pequeño es el fin de esa pierna obesa y hermosa de tierra, que quieta camina por el mundo.
El muslo azul besado por una lengua pacífica.
Sangre tibia, calor, transpiración y ritmo, violencia y ternura, torpezas y sutilezas.
Hombres.

Sexo y amor, fuego, frío y una deuda acá adentro.
Tierra animal y apasionada, verdes y sabores.
Un ángel humilde, de colores, te regala una sonrisa y un escote en una esquina.
Alguien joven que muere lo mismo.
La muerte con una flor en los labios.

Una camioneta vieja va cargada de plantas y flores. Un sueño pendiente bosteza sobre el volante y presta atención al chico en el asiento del acompañante, que hace lo suyo y lo acompaña a ser injustamente pago. Y es hijo, y es padre, mientras una corbata en un auto ajeno generosamente te perdona la vida en una bocacalle.

Tetas, pobrezas y alegrías sucias.
Las verdaderas alegrías son sucias y torpes. Llevan dulce de leche en la comisura, manos embarradas, pelotas ajadas y uñas desprolijas.
Un arma va cargada por la ciudad en un bolsillo joven. Estalla en un fogonazo de existencia.
Un arma cargada de injusticia, de puertas cerradas, de olvidos y negligencias, de desprecios y menosprecios. La furia al gatillo. Un fogonazo que lo pone en el mapa, y acciona en el mundo.
Un fogonazo que lo ilumina y lo hace visible. Él sólo gatilla.
El que cargó y el que recibe cree que el otro es el otro.
Labios ignorantes y ombliguismos. Libros llenos de ideas muertas, de calles que ya no existen, de gente que ya no existe. Libros ingenuos que te engañan. Letrados ingenuos que se engañan.

Un monstruo retaceado de vacíos y billetes te pone remeras, anhelos y codicia.
Anochece
El tiempo no alcanza.
El cuerpo cansado. Tantas soledades ahí afuera.
La calle vive en caras diferentes, a punto de estallar,
en otros rituales,
en otros idiomas.
Alguien acaba de morir. Alguien acaba de nacer.
Una historia está terminando, eventualmente comida por el olvido. Otra comienza.
Las separan pocas cuadras.
Acá al lado dos cuerpos hicieron el amor. Se penetraron. Dos hombres se encuentran suavemente en un beso.
(Es el primero con un hombre. Se siente bien, ajenamente bien).
Una hija de la vecina se acaricia el vientre y no sabe si tener o abortar. La hermana menor, de trece años, recibió una carta de amor y la lee en la cama, rápido, con el corazón en la boca.
La madre, frente a la lumbrera boba, condena la escalada de piel ante sus ojos. Ninguna sabe lo mucho que ha cambiado el mundo. Ninguna pensará en lo mucho que debe cambiar el mundo todos los días para permanecer siendo el mismo.

Un furgón colectivo zapatillas ojotas viene lleno de cuerpos cansados y prematuramente envejecidos.
Acaba de nacer alguien más.

San Pablo, Cusco, La Paz, Padua.

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En estos últimos días, en que la redondísima luna se paseó desnuda en toda su compactísima gordura, me encontré convertido por momentos en hombre lobo. Este lobo calzado con cordones ajustados en el justo punto y bolsillos donde guarda las uñas (como aprendió en tiempos en que los cubresillones eran más elegantes), ve enhiesto el pelambre de la nuca, henchidos los muslos y un callado grito de homenaje que explota en silencio, soterrado en la garganta.

El hombre lobo se arroja al piso, a sus cuatro patas, ancho y tenso, como subido al techo de un tren en movimiento, y yo juraría que sonríe cuando saca la lengua moviendo desaforadamente el rabo peludo, reprimiendo los movimientos que explotan dentro de él, y me mira pidiéndome permiso. El lobo hombre que soy yo se contiene de soltarse en una carrera imposible a la luna. El otro, algo más tonto, me mira y me pide permiso con los ojos brillosos, asiosos, para comenzar la corrida, los saltos, los aullidos. Ese hocico de lobo que compartimos se siente de acero pulido cuando son sus dientes los que se muestran. Yo todas las mañanas cepillo los míos contra la placa bacteriana. A veces lo siento emboscado dentro de mi ojo, deseando que un movimiento torpe llegue hasta la encía y un pequeño rastro de sangre, más no sea el mío propio, dibuje la frontera de los dientes, excite el ánimo de una dentellada al aire. El lobo me explicó hace algún tiempo que todo consiste en el chasquido del hueso, y no sobre qué se cierran los caninos.

Es el lobo el que quiere saltar y colgarse de la luna. Es el lobo elque se enamoró, el que sonríe y la llama por su nombre. A veces ese astro de hueso raído me señala y me acusa. Me reta por privarla a ella del lobo, que tanto se esmera en conquistarla. Otras veces, las más, el lobo acude al primer llamado oído, y se acomoda en mis despeñaderos por unos días, hasta despedirla.

En ocasiones este lobo hombre recuerda épocas cuadrúpedas, y tales días se lo ve llegar cansado al trabajo por la mañana. A las tres de la madrugada aquella amante se ha colado por la ventana y reptando lentamente por la cama le acaricia las piernas, luego el pecho, y más tarde le besa el rostro, antes de perderse entre las hojas del alto laurel de Carmen, la veci
na.

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Largo tiempo ha, en un pueblo de montaña, a pocos saltos de cabra de Viena, vivía mejor afinador de instrumentos musicales que la Europa de ese lado de Polonia haya conocido: Serge Fruedhel. No existía timbre que desconociera, instrumento amotinado al que no pudiese convencer de sonar como debe ser, como la teoría de quintas manda, como el refinado oído de la gente del pueblo merecía.


Ya que probado está eso de que nada es casualidad, la razón de que Fruedhel haya sido tan buen afinador, en buena medida se debía al pueblo. Éste era un pueblo de músicos. Todos se dedicaban a la música, a distintos instrumentos, a distintas variables melódicas. En la Calle del Clavicordio se encontraban los barrocos y los teóricos experimentales de rock sinfónico. La Calle de los Metales pululaba de saxofonistas, trompetistas, tubistas y un xilofonista cuyo desconcierto sonoro era remarcable, mas no parecía tener mayores problemas con su dos ambientes, a la calle, luminoso. Así la Cortada del Pandero, el Pasaje del Corno Inglés y la Plazoleta de la Música de Cámara, donde se juntaban las tardes de domingo los vecinos a charlar y planificar puentes, calles y disposición de la iluminación vial; aunque solía suceder que simplemente olvidaban la conversación, uno decía: “maestro, ¿por qué no se deja caer unos acordes?” y adiós a la organización, comenzaba la improvisación hasta la falta de buena iluminación vial impedía que continuasen.


En tales condiciones era inevitable el surgimiento de esta figura, de este brillante afinador. “Déjeme el instrumento”-decía- “Mañana lo tiene listo”. Y así afligido, el músico se alejaba solo de la casa de el afinador. Serge pasaba alrededor de una hora con cada instrumento, preguntándole, en el lenguaje que los instrumentos entienden, qué le sucedía, cómo se sentía, si fueron duros con él, si lo trataban con imprudencia. Conocido era el caso del piano que insistía en sonar agudo y se desafinaba a cada rato, empeñado en decir que había nacido como pianola, encerrada en el arpa de un piano. No faltaron las guitarras que clamaban ser banjos y las trompetas que decían ser trompetas, y que eso era toda la excusa necesaria para sonar como les diera la gana.


“Una hora cada uno” decía, y no tardaba más en ajustar los martillos que un pianista imprudente había castigado con dedos duros, en lubricar los pistones de la trompeta, que Körthzer siempre olvidaba lubricar y que la hacían cantar con catarro, y una hora en ajustar los parches de los redoblantes, que cada tanto se sentían tristes por tanto golpe y se estiraban en un suspiro grave.

Un día una gran fábrica de instrumentos decidió instalarse en el pueblo. Sus administradores y contadores se lamentaban largamente por no haber descubierto el negocio antes. Anotaron en sus grandes libros y balances todas las muchas pérdidas de dinero que habían sufrido por no haber puesto la fábrica allí 10 años antes (que para los administradores y contadores son pérdidas reales y lloran así desconsoladamente por las cosas que jamás pasaron). Apenados por estas pérdidas, entonces, la fábrica sufrió la presión de una gran exigencia productiva y comenzó a fabricar montones y montones de instrumentos. Los trabajadores trabajaban más tiempo y más duro, aplicados a la excelencia de los trombones y las castañuelas. Eran los instrumentos más hermosos que jamás se hayan fabricado. Por supuesto, los trabajadores eran los mismos habitantes del pueblo, que por un tiempo fueron muy felices, viendo cómo todos ahora tenían trabajo y compraban caballos bayos, compraban instrumentos de la fábrica a mitad de precio y tenían dinero para iluminar calles y hacer el puente de dos vías en el arroyo que cortaba la Calle del Diapasón. A pesar de esto, el tiempo pasaba y la gente ya no era tan feliz. Estaban muy cansados y toda la ciudad empezó a volverse más ruidosa que musical. Los acordeones, tambores, oboes y clarinetes dejaron de sonar por las tardes para hacer lugar a los chirridos, pitidos y golpes de la fábrica. Así, como todos trabajaban tanto, y estaban tan cansados, y ya no tocaban sus instrumentos, los instrumentos no se desafinaban. La tristeza mayor estaba en que ya a nadie le importaba. Claro que en ese nadie no estaba Fruedhel, que comenzó a preocuparse porque cada vez tenía menos trabajo, y pasaba el día deambulando lánguidamente por el pueblo, a tono (como no podía ser de otro modo) con el resto de la gente.


Una tarde, sentado en la Plazoleta de la Música de Cámara, escuchó a la panadera y Frau Bertha saludarse con desgano. “Buen día Frau Bertha”, “Buen día a usted... Fraulein”. Se dio cuenta en ese momento de que en efecto nunca nada es casual, y que todo lo sometido al abandono se gasta y desafina. La gente era la desafinada ahora. La gente sonaba mal, la gente era la que estaba fuera de tono, y así comenzó a prestarle atención a los “mmmmh”, “ufff”, “aaah...”, y algún que otro “grrr”. Timbres feos, sonidos que faltaban a la teoría de quintas, a lo que el refinado oído de la gente del pueblo antaño gustaba de escuchar.

De este modo, entendiendo que a la larga un sonido es un sonido y una persona no se diferencia demasiado de un instrumento, entendiendo que cuando hay algo mal, hace ruido y suena feo, a la mañana siguiente talló, con un viejo cincel la palabra “gente”, justo debajo de su viejo cartel que desde siempre decía “Se afina”. Afinador al fin, de a poco, con alguna reticencia, la gente empezaba a ir a su viejo taller. Una hora con cada uno, sus días se iban poblando cada vez más de trabajo. El procedimiento era igual al de los instrumentos: los hacía sonar un rato, tratando de escuchar cuándo sonaban mal, y entonces comenzaba con las viejas preguntas, entonces cómo se sentía, qué le pasaba, entonces si fueron duros con él, si lo trataban con imprudencia. La gente empezaba a sonar, y él iba buscando el pistón seco, el martillo castigado y el parche blando; o los problemas de vocación, las ironías del jefe inepto, el marido desatento o la esposa gritona. Incluso notaba que, como los instrumentos, era necesario volverlos a afinar con regularidad, y luego cada vez con menos frecuencia, ya más acostumbrados a sonar como debían.


El pueblo contento y Fruedhel adinerado, amplió el taller, e incluso hizo una pequeña escuela de aprendices de Luthiers-de-gente, a la cual asistían jóvenes de pueblos vecinos. Se dice incluso que uno de sus aprendices de Viena fundó su propia línea, aunque es sabido que de Viena no se puede esperar más que salchichas.

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He tenido la oportunidad de hacer el amor con algunas mariposas, yo, que no recuerdo cuándo no fui polilla.
Tal belleza te embellece.

Belleza verdad
Belleza verbo
Belleza de piel infinita
de piel con pelusa
de pelos oscuros
de sentirlos en los labios
de rozarlos en un beso.

Belleza.

Y yo sigo siendo una simple polilla, siempre polilla, que alguna vez, por generosidades mariposas, pudo ser bella.

No sé contar historias
soy un todo de momentos.

Una semana es mucho tiempo.